SACRIFICIO EN BABILONIA

Babilonia

Ojos azules color cielo y porte caballeresco.

Así te percibí por última vez hace miles de años.

Tú no lo sabes, pero yo te reconocí.

Creo que tú también a mí. Por tu desparpajo y tu atrevimiento con el guiño de ojos.

Babilonia en la era del emperador Nabunosor I. Tú y yo éramos unas niñas puras, nacidas bajo el dogma de la Diosa Luna, esa que aún a día de hoy nos influye a ambas. Yo era más mayor que tú y te dirigía en todas las gamberradas.

Vestíamos con túnicas de lino blanco por los tobillos y cinturón dorado. Nuestros cabellos rubios siempre sueltos salvajemente al viento. El tuyo más corto, porque tú eras más pequeña que yo.

Corríamos descalzas, subíamos a los árboles y reíamos sin parar de todo y por todo. No convivíamos desde hacía años con más humanos que la maestra, esa que nos instruía para Sacerdotisas de la Diosa Sinai.

No éramos hermanas, las dos lo sabíamos pese a que la maestra nos trataba como tal.

Crecíamos rápido. Nuestro cuerpo se transformaba en mujer y nos gustaba vernos desnudas y acariciarnos, besarnos y sentir aquello que nos hacía jadear y levitar en el aire. Se producía después de tiempo acariciando nuestros cuerpos en todos los sentidos, manos, senos, piernas, rostros e incluso las partes más íntimas. Nos besábamos con mucha ansiedad porque nos gustaba, pero jamás fuimos conscientes de lo que hacíamos. Para nosotras era un juego que no tenía consecuencias de ningún tipo.

Una noche la maestra me vistió como a una diosa, con las telas y los bordados más finos. Trenzó mis cabellos en una única y larga trenza que me llegaba hasta los senos y me susurró al oído en un lenguaje muy antiguo que entendí a la perfección: «MerBet, estás preparada para el sacrificio».

Allí se encontraban ellos, la familia de la que me separaron a la edad de tres años. La abuela estaba muy envejecida y lloraba desconsolada. Mi madre sonreía satisfecha y mi padre me observaba con tristeza.

La maestra me ayudó a tumbarme sobre el altar de mármol, noté la frialdad a través de mi vestido. Estaba tranquila. Era la iniciación. Confiaba en ella, sabía que al día siguiente correría de nuevo con mi amada Kali-Te por el campo, descalza y abrazando su cuerpo fuertemente al mío, pero de repente escuché unos canticos. Provenían de más personas. Había más persona allí y todos miraban al altar. Acto seguido la maestra alzó la daga dorada de la Diosa y …

No sentí nada.

Vagué milenios por el universo buscando a mi amada en cuerpos equivocados, en almas afines, en mundos diferentes al que hoy habito… Siempre sintiendo ese vacío, esa tristeza del alma… Pero al fin te reencontré gracias a esa mirada triste y pura.

He vuelto.

¿Quieres descubrir tus dones?